Sin principio ni fin ciertos, vagamos de deseo en deseo y los que acabamos de satisfacer nos dejan tan lejos de la felicidad como antes de obtener nada.
No hallamos una regla invariable, ni en la razón que carece de apoyo, asidero y consistencia, ni en las pasiones que se suceden y se destruyen mutuamente sin descanso. Todo cuanto tenemos no sirve sino para mostrar lo que nos falta”.
Jean-Jacques Rousseau
A Mathieu Ricard se le presenta como la persona más feliz del mundo. El escrutinio de su actividad cerebral mediante resonancias magnéticas y electrodos arrojó una cifra inaudita en la escala de beatitud que pretende registrar las actividades cerebrales asociadas a emociones positivas.
Este biólogo molecular se hizo monje tibetano y ejerce como traductor oficial del Dalai Lama.
Vive austeramente y ha donado a causas humanitarias los beneficios que le reportan sus libros de fotografía, donde se recogen paisajes y gentes del Himalaya.
El altruismo le parece algo fundamental para sentirse mejor. Quizá porque nos hace ganar a todos a largo plazo y por eso es un factor clave de la evolución. Pero Ricard reconoce que no hay recetas universales, y que cada cual debe llevar a cabo su específica e intransferible búsqueda de la felicidad.
Satisfacer o renunciar
¿Acaso colmamos nuestra dicha satisfaciendo necesidades, persiguiendo anhelos y coleccionando placeres o más bien se trata de templar el animo y renunciar a los acicates?
La cuestión es peliaguda, porque no sólo se ve determinada por las condiciones económicas y el contexto socio-histórico, toda una serie de circunstancias ajenas a nuestra voluntad, sino que también varia sobremanera con arreglo a nuestra edad.
A qué llamamos felicidad
¿Cuál es el núcleo duro de lo que llamamos felicidad? Para realizar esta
breve incursión por la historia del pensamiento, conviene hacerse con un buen
guía. Contra lo que suele creerse, a Kant le preocupó mucho el tema de la
felicidad y lo aborda muchas veces a través de toda su obra.
Más adelante, sin desdecirse, la cifrará en que todo nos vaya con arreglo a nuestro deseo y a nuestra voluntad, siendo así que, por consiguiente, la segunda podría no coincidir con el primero, al pretender hacernos dignos de la felicidad y advertir que la mera complacencia de las inclinaciones nos dejaría insatisfechos.
Al dotarle de razón y hacerle reflexivo, le permitía cultivar sus disposiciones naturales y moderar sus pulsiones egoístas para vivir en comunidad. Cualquier cosa que perjudique a los demás valdría con miras al deseo, pero sería matizada por nuestra facultad volitiva orientada moralmente.
Inalcanzable y fortuita
El planteamiento kantiano añade que, al bosquejar nuestra felicidad, utilizamos trazos aportados por la sensibilidad, combinándolos con otros que allega la imaginación y el entendimiento.
Además no dejamos de modificar ese boceto a cada instante y, por lo tanto, resulta imposible acomodar a un estado efectivo esa situación tan ideal como mutable, lo que la hace prácticamente inalcanzable.
El secreto de la permanencia
Según Kant, el estar contento consigo mismo sí dependería por entero de
nosotros. El sosiego de hallarse satisfecho y estar en paz consigo mismo sería
la clave kantiana para ser feliz al margen de las contingencias. En definitiva:
no se trataría de conseguir nada en particular, sino de ponernos una meta que
podemos perseguir por nuestra cuenta y riesgo.
Una conquista personal
A decir verdad esta querencia es una constante que suscriben incluso
quienes pasan por ser los adalides del hedonismo. Los epicúreos rehuían los
placeres más exigentes y preferían los estáticos por su perdurabilidad. La
tranquilidad anímica prima sobre aquello que pueda causar dolor.
Como también nos advierte Rousseau en sus Ensoñaciones de un paseante solitario, “la fuente de la genuina felicidad se halla dentro de nosotros” y no en las cosas que nos rodean. Lo primordial, según enfatiza Kant, es no confundir los azarosos dones de la fortuna con lo que únicamente puede conquistar nuestro talante.
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